"La Venezuela que yo extraño"; por María José Flores

«La Venezuela que yo extraño»; por @MarijoEscribe

De todas las cosas terribles que han pasado en Venezuela en los últimos años, una en particular marcó un antes y un después en mi forma de entender en qué se había convertido el país en el que nací. El 07 de enero de 2014 nos despertamos con la noticia del brutal asesinato de Mónica Spears, ocurrido la noche anterior, en la autopista Valencia – Puerto Cabello.

La Venezuela que yo extraño - Maria Jose Flores

La historia no podría ser más dolorosa. A sus 29 años de edad, la actriz estaba de vacaciones en la tierra que la vio nacer, en un viaje de reconciliación con su esposo Thomas, empresario de una agencia de turismo de aventura; y su pequeña hija. Cuando pienso en ellos los imagino sonriendo mientras contemplaban la Laguna de Mucubají o montando a caballo bajo el calorcito sabroso de la llanura.

Resulta que, con intenciones de robar al primero que cayera en la trampa, seis delincuentes (algunos menores de edad) colocaron piedras en la carretera esperando que algún vehículo se accidentara para abordar a sus ocupantes y atracarlos. Lo demás es historia.

Mónica era, sin duda, una venezolana bella, talentosa y de buen corazón, que nos representó dignamente en pasarelas y escenarios internacionales, delante y detrás de las cámaras. Lamentablemente, ese día, un «hombre nuevo» apretó el gatillo, sin importarle el dolor de toda una familia y sin el más mínimo respeto por la vida de seres humanos inocentes de las miserias de sus verdugos.

Desde ese día no existe nada que me genere más terror que una carretera venezolana, que para mí son una especie de territorio de nadie donde rige la ley de la selva (o del más arrecho), un infierno postapocalíptico donde los seres humanos no son más que trofeos en un festín de muerte, una tiranía de bestias salvajes y crueles, hambrientas de sangre y perversión.

Los robos y asesinatos en carreteras son cada vez más frecuentes en un país donde viajar en avión es imposible para la mayoría. Si en Venezuela da miedo salir de noche de la casa a la esquina; imaginen todo lo que puede pasar en una arteria vial en mal estado, con un parque automotor antiguo y sin repuestos, sin iluminación, sin seguridad, sin asistencia vial, sin señal telefónica, a la buena de Dios.

Ahora que vivo en Madrid, mucha gente me pregunta si extraño a mi país. Lo cierto es que la Venezuela que yo extraño era una donde, sin necesidad de guardaespaldas y avionetas, la mayoría podía recorrer y disfrutar las bellezas naturales de un territorio bendecido con paisajes alucinantes.

Claro que también había riesgos, pues cuando el presidente Chávez llegó al poder en 1999 asesinaban a 4.450 personas al año; pero era la misma Venezuela que, cuando era niña, mi papá me llevó a conocer en su Malibú Classic; desde Maturín hasta San Cristóbal, parando en pueblitos mágicos para comprar desde conservas de coco hasta fresas con crema.

Hoy en día las estadísticas dan cuenta de 28.000 muertes violentas al año, pero hace años había una Venezuela en la que mis amigas del colegio y yo viajábamos juntas a Coche, a la Cueva del Guácharo, a San Juan de las Galdonas, a Playa Medina, a la Gran Sabana… Y, aunque padecíamos las incomodidades de la falta de infraestructura turística; siempre nos las ingeniábamos para pasarlo bien.

Extraño esa Venezuela en la que viajar a Margarita por Conferry no era un episodio de «Los Juegos del Hambre» y, cuando venías de regreso, podías esperar el barco en Punta de Piedras sin necesidad de prenderle velas y hacerle promesas a la Virgen del Valle, pidiendo entre lágrimas que nadie te arrebate la vida con un puñal oxidado.

Por aquellos días, las alcabalas de los cuerpos de seguridad en las carreteras inspiraban respeto y no temor; y en las estaciones de gasolina no era cosa común eso de que te «monten el ojo» para después perseguirte y desgraciarte la vida, solo por el «placer» de hacerlo. En esa Venezuela que yo extraño, mi familia podía viajar al ranchito de la playa en Carúpano y disfrutar unos días de relax, sin presenciar balaceras entre borrachos frente al portón.

En la Venezuela que yo extraño nunca hubo los niveles de seguridad personal de Islandia, pero jamás llegamos a los extremos de hoy en día. ¿Cuántos venezolanos en el extranjero no estarían dispuestos a volver, por lo menos de visita; si no fuera por el miedo que les produce exponer a sus hijos a una muerte macabra que, muy probablemente, quedaría impune?

Soy de las que piensa que, después de un cambio político, Venezuela puede recuperar su productividad y, en el mediano plazo, es posible volver a tener un mínimo de alimentos básicos, mayor acceso a medicinas y muchas cosas más… pero ¿qué hacemos con los Javielitos, los Picures o los «cara e’ pitbull» que se han multiplicado a una velocidad escalofriante y para quienes un asesinato es una hazaña que les da prestigio entre sus iguales?

En la Venezuela que yo extraño, las parejas con niños hacían como Mónica y Thomas, o como mi papá y mi mamá: llevaban a los pequeños de la casa a conocer esos paisajes infinitos sobre los que cantaba Simón Díaz, Francisco Mata o Ricardo Aguirre. Hoy en día, quienes vivimos en el extranjero hemos escuchado seguramente, y más de una vez, a algún paisano decir: Me gustaría ir, pero me da miedo llevar a mis hijos para allá.

En ese país que me vio nacer conocí mis primeras alegrías y mis primeras tristezas, logré metas y sufrí fracasos. Tenía, como cualquier país normal del mundo, sus cosas buenas y sus cosas malas pero, en líneas generales; en la Venezuela que yo extraño no daba miedo vivir.

Por: María José Flores  / @MarijoEscribe en Twitter e Instagram

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