Este artículo de opinión fue escrito por la inmigrante venezolana Alba Rodriguez Lara, quien actualmente reside en la ciudad de Madrid. Si usted también quiere opinar, puede enviar su artículo al correo electrónico redaccion@inmigrantesenmadrid.com
Ante todo, quiero agradecer a la redacción de InmigrantesEnMadrid.com por permitirme compartir mi testimonio a través de esta página web. Soy una venezolana más, entre muchas otras que han escogido Madrid como lugar para vivir.
Aunque llegué hace poco más de tres años, y Madrid es una ciudad muy hermosa en la que no falta nada; en estas navidades no he podido dejar de pensar en mi Maturín natal. La que una vez fue considerada una de las ciudades más limpias y bonitas de mi país, hoy en día es la quinta más peligrosa de América Latina y además está sucia, fea, desabastecida, ranchificada, triste.
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Soy ingeniero agrónomo y gracias a la doble nacionalidad de mi esposo puedo vivir legalmente en este país que me ha recibido con los brazos abiertos. Sin embargo, todo lo que ha ocurrido en Venezuela en los últimos meses me tiene muy enganchada con las noticias, porque mis ancianos padres están allá completamente solos, enfrentándose (durante los que deberían ser los años más tranquilos de sus vidas) a dificultades incluso mayores de las que debieron afrontar cuando fueron soldador y cocinera.
Me duele mucho saber que, con 67 años encima y los achaques propios de su edad, mi mamá tenga que esperar que llegue un poquito de agua por las tuberías para llenar y cargar tobos para poder cocinar o lavar los platos. Que mi papá, a sus 69, tenga que matar tigres pintando casas o haciendo trabajos de jardinería bajo el sol, porque la pensión no le alcanza para casi nada.
Se me hace un nudo en la garganta cada vez que mis viejos agarran carretera hacia Cumaná para visitar a mis tíos y conseguir algunos pescados frescos para comer, porque pienso que por su avanzada edad son blanco fácil de delincuentes.
Cuando hablo con ellos por teléfono me dicen que están bien, solo para que no me preocupe. Aunque trato de ayudarlos económicamente en lo que pueda, lo que realmente me indigna es tener la certeza de que, en el ocaso de sus vidas, cuando más vulnerables son, les tocó ser ancianos en un país violento, con una sociedad cruel, injusta, donde las palabras «respeto» y «dignidad» no significan nada.
Dicen (y yo estoy de acuerdo) que una buena esposa permanece junto a su marido y lo acompaña en ese camino que se trazan juntos como familia. Así lo hizo mi madre cuando abandonó su adorado San Juan de las Galdonas para vivir junto a su esposo en el estado Monagas. Así lo hice yo, años después, y aquí estoy, en Madrid. Pero estoy segura de que muchas venezolanas se pueden identificar conmigo. Por más que estemos físicamente en un lugar donde sobran las razones para sentirse feliz y optimista de cara al futuro; una parte de nuestros corazones se quedó en «casa de mi mamá».
Me cuesta mucho no mezclar mi dolor con la política, porque los padres de muchos chavistas enchufados están viviendo como reyes (incluso fuera del país) mientras los míos tienen que sufrir las consecuencias de las decisiones políticas de los demás.
No digo que me alegre ver a un anciano que siempre votó por el PSUV tener una vejez miserable. No. No me alegra. Pero me produce una impotencia y frustración incuantificable que, por culpa de esas personas, mis padres no puedan ni siquiera cubrir las necesidades básicas que tiene toda persona de esa edad: un sistema de salud accesible y eficiente, servicios públicos que funcionen, una alimentación completa y balanceada y, por qué no, sus gusticos de vez en cuando.
Hace un año fui a visitarlos. Ellos siempre han tenido buen humor. Como buenos orientales son de chispa y risa fácil y, aunque estaban felices de verme, me sorprendió que lucieran tan demacrados. La nevera tenía algunas cositas, muy elementales, y el televisor y la licuadora que se les habían dañado hacía unos tres meses, seguían dañados y sin expectativas de sustituirlos. El edificio parecía una cárcel de máxima seguridad porque los vecinos decidieron reforzar la seguridad con más rejas, candados, puertas y hasta sellaron con bloques uno de los accesos.
El ascensor y las escaleras estaban sucios como nunca los había visto. Al parecer, la trabajadora residencial se negaba a agarrar una escoba un minuto fuera de su horario de trabajo y cuando le tocaba hacerlo se ausentaba para hacer cola en el supermercado o la panadería. Como supondrán, eso de prescindir de sus servicios era imposible. Primero porque la protegía la Ley del Trabajo y segundo, porque tiene un hijo del que no había muy buenas referencias y todos tenían miedo de que tomara represalias.
La ciudad como tal parece un rancho gigante. Cuando ganó un alcalde de oposición en las últimas elecciones municipales, sentí un poquito de esperanza, pero sinceramente, esta gestión ha sido muy decepcionante. Hay quienes dicen que un alcalde de oposición nada puede hacer con una gobernadora chavista; pero de todos los municipios del país donde esa situación se repite, estoy segura que Maturín es el peor.
En el centro de la ciudad todo está sucio, pero sucio ASQUEROSO. Las calles abandonadas a su suerte, llenas de tarantines y aguas negras. Vas por las aceras abriéndote paso entre vasos plásticos, bolsas de papel, pitillos, heces de perros callejeros. El único día que me atreví a poner un pie en la plaza Bolívar, obligada por la necesidad de hacer una diligencia bancaria, no pude contener el llanto. Me sentí tan nerviosa rodeada de motorizados, expuesta a un arrebato de cartera mientras caminaba encima de un montón de panfletos con la cara de Chávez y de Maduro, que me sentí desbordada.
No tengo idea de cómo puede arreglarse el país. He perdido la fe en la dirigencia opositora, he perdido la fe en las instituciones venezolanas, he perdido la fe en una sociedad controlada por pranes, asesinos, ladrones, secuestradores, estafadores, oportunistas, manipuladores, irresponsables, indolentes y ratas de todo tipo.
Un país que nos ha dado tanto no merece lo que está pasando y muy especialmente los ancianos que viven en Venezuela, no merecen sufrir lo que están sufriendo. Le pido a Dios que en este 2017 se apiade de todos sus hijos en mi añorado país, que cuide a nuestras familias, que proteja sus vidas y los bendiga para que no mueran víctimas de la inseguridad o por falta de medicinas en un hospital al que deban ir por alguna emergencia. Te pido, Padre Amado, que permanezcas en sus corazones, para todos los días encuentren algún motivo que los ayude a seguir adelante y, aunque sea de vez en cuando, sonreír.
Alba Rodriguez Lara
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