«Te estoy hablando de un país sumido en la desesperanza», sentencia el retirado profesor mientras disfruta el aroma de la segunda taza de café que se toma en mi compañía. «¿Cómo puede sobrevivir económicamente una sociedad donde la riqueza de todo un pueblo reposa en paraísos fiscales a nombre de unos pocos privilegiados?».
Aunque la vida nos llevó a contemplarnos desde la distancia que ofrecen dos aceras distintas, el profesor siempre me pareció de razonamiento interesante. Las banderas de nuestros ideales solían ondear en direcciones opuestas pero, convencidos de la posibilidad de encontrar algunos trazos de coincidencia, pusimos sobre la mesa algunos capítulos de «historia contemporánea».
«Es difícil pensar bien con la cabeza cuando tienes el estómago vacío», dice mientras enciende un cigarrillo y contempla el humo perderse en el horizonte. «Pirámide de Maslow, lo llaman».
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Comenzó a dibujarme con palabras un escenario apocalíptico de crímenes espeluznantes, inseguridad desatada, corrupción descarada, desigualdad profunda y exclusión evidente. «Te estoy hablando de un lugar donde los representantes del capital interno no están de acuerdo con las decisiones del gobierno. Un sitio en el que no hay seguridad personal ni jurídica, donde nadie cree en ni en las instituciones ni en las élites».
-«¡Un caos!»- me atrevo a increpar con la actitud convencida de quien está seguro que todo puede resumirse a una palabra de mil esquinas. -«No», replica certero y agudo. «Es la anarquía que precede la aniquilación de la esperanza y desata la desolación».
Se incorpora en la silla y me mira fijamente mientras posa la taza de café sobre la mesa. «Escucha con atención e interpreta», me reta. «Imagínate un país en el que la gente se da cuenta que no hay coherencia entre el discurso político y las medidas económicas».
«Sé a lo que te refieres», interrumpo convencida de mi astucia. «Todo se desmorona poco a poco si los precios de los productos y servicios descalabran presupuestos familiares, las pequeñas y medianas empresas desaparecen y aumenta el desempleo».
«Y la desesperanza es el caldo de cultivo ideal para mártires, héroes y mesías con sentido de la oportunidad», me dice mientras pide otro café. «Por eso no creo en redentores patriotas; de esos que van a la cárcel como Jesucristo fue a la cruz, para llevar sobre sus hombros la pesada carga de nuestra salvación».
«Tienes que reconocer que un liderazgo comprometido con el país genera optimismo», le hago ver. «Además, ¿qué podría ser peor? La inestabilidad política asoma la cabeza en medio de una crisis económica derivada de la caída de los precios del petróleo y un tipo de cambio inestable. La inflación es una de las más altas del mundo, la clase media está desapareciendo y la delincuencia controla las calles».
«Siempre puede ser peor», me refuta. «Eso que describes es el camino hacia el agotamiento psicológico, la merma moral y el miedo. La desesperación puede transformar la admiración colectiva más sana, en idolatría y culto irracional. En ese país caótico y decadente del que estamos hablando, la necesidad de tener algo a lo que aferrarse, y la esperanza de que se hará justicia y el sufrimiento terminará algún día; es lo que mantiene a la gente conectada, en términos de fe y devoción, con aquel que identifican como un líder».
«Esa convicción de que ‘el hombre que hace falta’ tiene nombre y apellido, y la certeza de que está llegando el momento en el que emergerá victorioso como un Fénix; hace que comiencen a atribuirle poderes que realmente no tiene y que digieran con más facilidad sus manipulaciones emocionales y estrategias de posicionamiento en la opinión pública», detalla.
Los comentarios del profesor comenzaban a inquietarme. «Pero un cambio es necesario», le dije en tono emotivo. «No podemos ser tan pesimistas basándonos en supuestos».
«Jamás hablo sobre supuestos, querida amiga», dijo mientras sonreía como quien revela su truco de magia. «Creo que, aunque nos referimos al mismo país, hablamos de tiempos diferentes. No estoy mirando hacia el futuro sino hacia el pasado. Desde el primer café estoy hablando de la Venezuela de finales de los ochenta y de los noventa. Ese líder se llamaba Hugo Chávez y el tiempo demostró que, efectivamente, fue peor el remedio que la enfermedad».
«No menosprecio el liderazgo de políticos de nuestro tiempo. Lo que cuestiono es la actitud de quienes convierten un gerente en salvador justiciero, a un dirigente en guía espiritual, a un estadista en un dios; en fin, a un ser humano en el único responsable de lo bueno o lo malo que sucede en una nación entera».
«Cuestiono a quienes persisten en su cómoda transferencia de responsabilidades, sin entender que el verdadero cambio comienza por uno mismo, por el sentido de pertenencia, por una mejor actitud y un mayor compromiso con el trabajo y la moral. Así como el mejor cocinero del mundo nunca podrá preparar un manjar con ingredientes en mal estado; el mejor Presidente del mundo nunca podrá hacer verdaderamente próspera y pujante a Venezuela sin el trabajo en equipo de todos los venezolanos», finalizó.
Autor: María José Flores
Este artículo de opinión fue enviado al correo [email protected] por su autor
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